Ataviado con un abrigo de curiosidad infinita, giró su cabeza con la certeza de que el nuevo mundo que siempre había soñado se desplegaría al fín, mágico, sobre el suelo de su propio destino. Un corazón en combustión, martilleado por el ansia enfermiza del deseo, le guió a ciegas hasta la puerta misma de lo incierto, no sin antes advertirle que la confortable seguridad que ya conocía se iba a esfumar como una pompa de jabón que explota en mil pedazos. Aún así, el instinto lo estaba llevando a empujones, como el lado negativo de un imán que dejaba inservibles sus frenos. Corría sin preguntarse hasta cuánto estaba dispuesto a perder, hasta dónde podría llegar, ni siquiera si volvería a ver esas caras que durante tantos meses lo colmaron de atenciones y cariño. Es más fuerte que yo, se dijo.

Pero, maldita sea, siempre hay alguien que termina por arruinar los planes de cualquier explorador que se precie. El miedo, la inseguridad, la sobreprotección, hicieron que aquellos que tanto lo habían cuidado anteriormente terminaran con todo su deseo de un manotazo, contundente e inevitable, como una especie de muerte que te permite seguir vivo. ¿Por qué no puedo seguir? ¿Por qué no puedo hacerlo?
El recuerdo vibrante de su escapada lo estuvo acompañando durante todos sus sueños aquella noche, y posteriormente muchos otros días. Su vida cotidiana siguió desarrollándose como siempre, y, para que vamos a engañarnos, era bastante plácida y sencilla. Pero la gigante gota de la tentación había teñido su corazón de curiosidad para siempre, y por muy bien que estuviera con su rutina del dia a dia, ardía en constantes anhelos de que se volviera a repetir alguna vez aquel bombeo de preguntas sin responder que guiaron sus pasos hasta el borde mismo de lo incierto.