domingo, 20 de marzo de 2011

El Volcán Dormido




La silueta del volcán emergía majestuosa entre las verdes praderas infinitas. Su contorno inalterable mostraba heridas de guerra que habían sido cinceladas por el paso del tiempo. La piel de roca que lo recubría, tan áspera y rugosa como los siglos de espera que lo mantenían dormido, configuraba un mapa confuso de lo que un día fue, tan alejado ya de su forma original que ninguno de los aldeanos más ancianos había observado ningún cambio significativo en su estructura. El sol y la luna, en su infinita carrera de idas y venidas, se habían acostumbrado ya al viejo volcán impasible que les esperaba cada noche o cada mañana como un perro fiel que nunca pregunta nada.

La armonía del paisaje parecía indestructible, férrea como una costumbre anciana, indudable como el propio amanecer.

Pero, a 50 kilómetros bajo tierra, un rugido bárbaro e inhumano se consumía en su ensordecedora pujanza por ser liberado. El mar de lava, magma, y escoria, efervescía en enormes burbujas de desaliento y tanteaba la brutal forma de elevar su poder hasta la superficie para liberar tantos siglos de contención. La fuerza de fuego crecía sin descanso en el interior del volcán y borraba el breve espacio reservado para el respiro. Todo el coraje que durante siglos no había tenido, se amalgamaba en su estómago con los peligrosos aditivos de lo incontrolable o lo inexplicable.

Desde fuera todos admiraban su solemnidad, hacían fotos, hablaban de sus leyendas, casi todas inventadas, y hasta un pequeño grupo de geólogos sabiondos realizaban mediciones para controlar su actividad.

El final de esta historia aun no ha ocurrido, aunque me gusta imaginar que el viejo volcán tarde o temprano encontrará sus propios caminos interiores para expulsar toda la fuerza de su fuego incandescente, y como todos los que viven a su alrededor, cruzo los dedos para que su mar de lava y cenizas no acabe por arrasar todo lo que encuentre a su paso, sin hacer distinciones de ningún tipo, sólo movido por la ciega voluntad de desprenderse de su lucha interior.

domingo, 13 de marzo de 2011

El hombre del espejo

El hombre del espejo me miraba aturdido, con los ojos cansados y la boca fruncida mostrando su desacuerdo. Apenas era el de ayer, y tenía pleno convencimiento de que no sería el mismo que me visitaría mañana, tan camaleónico como mi corazón de plastilina, tan escurridizo como la mano de agua que se evapora sobre mi espalda. Me preguntaría por qué, seguro que también desde cuándo, y la cremallera de mi mutismo no haría más que fomentar una tez arrugada que espera otro disparo de inconformidad. El hombre del espejo dejó de reflejarse por arte de magia, se negó de repente, sin titubeos, a seguir siendo yo. Su destino se desprendió del mio con un hachazo de sombras grisaceas.

Me planteé si se puede vivir sin uno mismo, sin ver nada cuando miras al espejo, sin importante no tener una imagen que rebote.

El hombre del espejo también sopesó si podría seguir adelante sin ni siquiera asomarse un rato, sin cruzar el límite de la verdad para dejar de soñar con su mundo de cristal.

Estabamos hechos el uno para el otro, eso estaba claro, pero nuestra pelea de mentiras había sido un poderoso martillazo que dinamitó en pequeños trozos lacrimosos nuestra débil superficie de fricción.

Al cabo de unos meses, el hombre del espejo volvió con la misma cara, tan escéptico de mí mismo que las marcas de expresión eran ya cicatrices legendarias que se habían tatuado en su tez. Nunca quise darle explicaciones y sin embargo nunca pude dejar de contárselo todo, como una condena de dependencia que provoca una bilis áspera en la garganta. Si aquel señor que me miraba desde el otro lado y yo nunca lograríamos entendernos, ¿cómo lograría entenderme a mí mismo entonces?

Decidí creer que aquel no era yo, y que le daría permiso para escapar de mí cuantas veces lo considerara oportuno. Aún hoy me hace los mismos reproches de antaño, y su mirada torcida me sigue dando escalofríos.

domingo, 6 de marzo de 2011

Paraíso

Una gran luz me calentó el corazón, y los flecos de mis heridas dejaron de rugir. La calma inundó mis playas, los soles ralentizaron su paso para mí, y todas las dudas empezaron a ser razonables. Vivir, pensé... Es tan sencillo como vivir.

Meter los pies en el agua fría de tu mar de dudas... Andar por la arena marcando tu paso con intención... Dejar huella... Acostarte después en mitad del atardecer naranja y no permitir que la ira arruine ni un solo segundo. Sólo hay que mirar, ser consciente, tener los ojos abiertos... vivir.

Salir de noche a mirar las estrellas y leer allí todas las respuestas, como enigmas que se desbaratan... Respirar el verdor, rozar la humedad con la punta de la piel, dejar que la tierra siga su ciclo dentro de tu propio cuerpo... Sólo hay que llenar los pulmones de aire... vivir.

Caminar por senderos imposibles, sin miedo a caer... Buscar las carreteras del alma a tientas, con las palmas de las manos abiertas para no ser despojado del camino. Correr y después volar.

El paraíso parece tan sencillo como abandonarse a vivir.