domingo, 13 de marzo de 2011

El hombre del espejo

El hombre del espejo me miraba aturdido, con los ojos cansados y la boca fruncida mostrando su desacuerdo. Apenas era el de ayer, y tenía pleno convencimiento de que no sería el mismo que me visitaría mañana, tan camaleónico como mi corazón de plastilina, tan escurridizo como la mano de agua que se evapora sobre mi espalda. Me preguntaría por qué, seguro que también desde cuándo, y la cremallera de mi mutismo no haría más que fomentar una tez arrugada que espera otro disparo de inconformidad. El hombre del espejo dejó de reflejarse por arte de magia, se negó de repente, sin titubeos, a seguir siendo yo. Su destino se desprendió del mio con un hachazo de sombras grisaceas.

Me planteé si se puede vivir sin uno mismo, sin ver nada cuando miras al espejo, sin importante no tener una imagen que rebote.

El hombre del espejo también sopesó si podría seguir adelante sin ni siquiera asomarse un rato, sin cruzar el límite de la verdad para dejar de soñar con su mundo de cristal.

Estabamos hechos el uno para el otro, eso estaba claro, pero nuestra pelea de mentiras había sido un poderoso martillazo que dinamitó en pequeños trozos lacrimosos nuestra débil superficie de fricción.

Al cabo de unos meses, el hombre del espejo volvió con la misma cara, tan escéptico de mí mismo que las marcas de expresión eran ya cicatrices legendarias que se habían tatuado en su tez. Nunca quise darle explicaciones y sin embargo nunca pude dejar de contárselo todo, como una condena de dependencia que provoca una bilis áspera en la garganta. Si aquel señor que me miraba desde el otro lado y yo nunca lograríamos entendernos, ¿cómo lograría entenderme a mí mismo entonces?

Decidí creer que aquel no era yo, y que le daría permiso para escapar de mí cuantas veces lo considerara oportuno. Aún hoy me hace los mismos reproches de antaño, y su mirada torcida me sigue dando escalofríos.

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